Fatima GalBos/Semblanza y fragmento

Fatima GalBos nació en el Estado de México, en 1987. Vivió la mayor parte de su infancia con sus abuelos y tíos en el puerto de Acapulco, Guerrero. Su abuelos, además de ángeles guardianes, guías y mentores, introdujeron a Fatima a diversas formas de arte desde temprana edad, sembrando en ella un gusto especial por la música, la pintura, y principalmente, la escritura.

A los trece años, cambió nuevamente de código postal, esta vez a la ciudad de la eterna primavera, Cuernavaca, Morelos. Fue en aquel periodo de transición entre ciudades y etapas de vida, cuando comenzó a desarrollar las ideas para lo que se convirtió en su primera novela La Casa de los Pájaros, la primera entrega de la trilogía Aves de Cristal, basada en un vívido sueño que la impactó de manera irrevocable.

Al cumplir la mayoría de edad, Fatima realizó un viaje que cambiaría su vida e influenciaría de manera definitiva su compromiso con la escritura. Inglaterra se convirtió en el lugar donde desarrollaría gran parte de las características psicológicas de sus personajes, al tiempo que estudiaba Historia del Arte en el Departamento de Educación Continua de la Universidad de Oxford.

En el 2011, se graduó de la Universidad La Salle México como Licenciada en Ciencias de la Comunicación. Desde entonces, ha colaborado como locutora de radio y difusora cultural en Radio Trece Noticias, y se ha desempeñado como comunicóloga en una de las aseguradoras más grandes del país. Actualmente, se dedica de lleno a la escritura y colabora como articulista y blogger en el portal La Covacha MX.

Un proceso de quince años transformó la serie de dibujos y la novela corta que se derivaron de aquel extraño sueño hasta consolidarlo en Aves de Cristal: La Casa de los Pájaros, novela de suspenso publicada en agosto 2015 a través de la plataforma Kindle Direct Publishing, como parte del Concurso Literario 2015 de Autores KDP, en el que figuró dentro de los cinco libros mejor vendidos durante las semanas de convocatoria.

Desde el cierre del concurso, el libro c. GalBos ha sido invitada como panelista por Amazon México dos años consectivos a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, así como al Taller Premio Literario Amazon 2017 en Casa Lamm.

En diciembre de 2018 publicó su segundo libro, una novela romántica titulada Fractales en la Arena, inspirada en un viaje que realizó en 2017 al poblado de Tortuguero, Costa Rica, donde se enamoró de la labor que realiza la Sea Turtle Conservancy para salvar a las tortugas marinas. Con Fractales en la Arena, Fatima GalBos toma una breve pero emocionante desviación de su saga en curso Aves de Cristal, para explorar las fuerzas invisibles que nos unen como seres humanos, y más aún, como habitantes de un universo vasto y enigmático.

Fragmento de Fractales en la Arena 

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Contemplar a Irene siendo mecida por el vaivén de las inescrutables aguas de Tortuguero, rodeada de rozagantes palmas y helechos que le acariciaban la espalda, o se ensortijaban momentáneamente entre sus rizos, era una especie de revelación que tenía secuestrados los sentidos de Antar. Era como si aquellos años de escuela preparatoria, observándola de soslayo en el salón de clases, hubieran sido una mentira. Como si nunca la hubiera visto en realidad, hasta ese momento.

Porque la mujer que tenía frente a él, sin duda, era Irene; pero una Irene completamente distinta. Al parecer, la chica tímida y soñadora que había visto a diario era una mera sombra de lo que yacía adentro. Un pájaro enjaulado que en Tortuguero había hallado su libertad.

Todos los rasgos y cualidades que se había ocupado de observar por años adquirían un nuevo sentido en aquel paraje selvático. Una dimensión diferente. Era como si antes hubiera percibido a Irene dentro de los confines de una realidad bidimensional, y esta selva, este canal bordeado de esteros, brindase una tercera dimensión, cuya profundidad desvelaba relieves y aristas previamente matizados, al tiempo que ocultaba en sombras honduras insospechadas.

No se trataba simplemente de la tonalidad aún más profunda que había adquirido su piel morena, ni del bálsamo que impregnaba su piel de la humedad de Tortuguero entremezclada con su propio sudor. No eran solo sus largos rizos castaños –indómitos en aquella jungla–, ni el halo que formaban alrededor de su rostro, cual rayos de un oscuro sol. No se limitaba a las pecas y lunares que le salpicaban todo el cuerpo, ni al hecho de que Antar fantaseara trazarle, con los dedos, caminos que los unieran entre sí.

Era también, y sobre todo lo demás, la intensidad de su mirada, que proyectaba un fulgor con anterioridad latente. Un calor que animaba alguna estrella oculta: la estrella de Irene. Y Antar sentía que estaba descendiendo en espiral hacia ella. Irene brillaba. No con la pálida luz de una luna reflejante, sino con un resplandor propio que podría devorar planetas, pero que en cambio daba vida a lo que sus rayos tocasen.

Llevaban buen rato surcando las lagunas y riachuelos en una modesta canoa. Irene le había asegurado que era más probable atisbar animales de esta forma, que adentrándose en la naturaleza sobre un ruidoso bote motorizado. Antar agradecía la sensación de intimidad que les proporcionaba, tan solo mancillada por la presencia de Chepe, su amable guía y barquero costarricense.

La pericia del hombre era evidente; Chepe los había internado en lo que parecía ser –en la inexperta opinión de Antar–, nada más que una confusa madeja de verdor selvático, y la había transformado en un tejido de escondrijos que revelaban ante sus ojos toda clase de reptiles escurridizos, aves vigilantes –prestas al súbito vuelo–, perezosos que aportaban un nuevo sentido al concepto del tiempo, y monos que ejecutaban acrobacias increíbles desde el ramaje más elevado.

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Aunque le costara admitir para consigo mismo que aquel espectáculo natural palidecía a un lado de Irene, era innegable que su atención había sido capturada de forma casi exclusiva por la mujer y que, por más que ella misma pareciera una criatura fantástica moldeada por etéreas fuerzas de la selva, su presencia no se disimulaba hasta confundirse con la floresta, sino que, por el contrario, sobresalía como el más espléndido de sus ejemplares.

Ni qué decir de su conocimiento sobre aquellas criaturas, que destilaba en unas cuantas palabras bien dichas. A veces, cuando le emocionaba algún animal en particular, la mirada se le hacía perdidiza, y sus descripciones se alargaban hasta terminar en murmullos que parecían estar dedicados más para ella misma que para sus oyentes.

La canoa atravesaba una lagunilla bordeada por riberas colmadas de vegetación cuando, de pronto, Chepe e Irene se quedaron paralizados como por algún hechizo invisible. Ante la repentina inmovilidad de Chepe, la embarcación quedó a la deriva, flotando sin impulso sobre las aguas más negras que Antar había visto jamás en su vida.

Buscó a su alrededor por alguna señal que le ayudara a comprender lo que sucedía, pero solo se encontró con que el rostro de Irene había palidecido repentinamente, y ahora albergaba facciones desprovistas de vivacidad. Sus labios entreabiertos dejaron escapar un soplo de aire casi inaudible, y Antar hubiera creído posible que la joven estuviese a punto de desmayarse de no ser porque sus ojos cobrizos brillaban con una vehemencia que juraba nunca haber presenciado en otro ser humano.

Por un instante –que, con toda certeza, quedaría congelado en su memoria para siempre–, Antar pensó que el rostro embelesado de Irene era lo único que jamás necesitaría para comprender el sentido de la vida. Un sentido que cobró aún más fuerza cuando Irene llevó su dedo índice lentamente hasta su boca, donde sus labios formaron el más sutil de los besos, implorando por un silencio que Antar no hubiera osado romper de cualquier forma.

El instante huyó a través del torrente imparable del tiempo; se esfumó justo cuando Irene levantó su otra mano con idéntica cautela para señalar algo en la dirección opuesta y la mirada de Antar siguió su guía sin reparo. Miró aquellas aguas de obsidiana que se extendían más allá de la canoa y que reflejaban la imagen exacta de los lánguidos helechos. Incapaz de encontrar en el paraje algo que considerara digno de semejante alharaca, Antar se sintió presa del pensamiento de que quizás Irene y Chepe eran capaces de ver algo que a él le resultaba imposible.

 

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